Y después de ocho meses ya lo tenemos aquí. Por fin.

   No, no me voy a hacer la dura porque ha sido duro, durísimo.
Lidiar con tres ya de por sí puede resultar agotador, pero es que el de casi siet, mi niño especial, requiere una dedicación y exigencias tales, que se necesita a una persona casi a tiempo completo para él. Y eso ha sido claramente impensable.
   Aunque por las mañanas seguimos al trote repartiendo niños en horarios imposibles, se acabó la locura de recogidas, intentando desarrollar el don de la ubicuidad…
  Aunque los madrugones indecentes continuan, se acabó el turnarse de cama en cama a las cuatro de la mañana, con un pie en una y una mano en otra.
   Aunque hay que seguir haciendo cenas para tres, se acabó el estar sóla con un ojo en las sopa, otro vigilando al que le da golpes a la tele, otro velando porque la de cinco y pico no se duerma a las siete de la tarde, mientras otro supervisa al de casi tres que trata de sacar un cuchillo del cajón, y otro observa el móvil mientras suenan mensajes incesantes o llamadas que no puedo atender…Espera un momento, que me suman cinco ojos, no me salen las cuentas…
   Por fin puedo tumbarme después de comer, a sabiendas de que no tengo que salir corriendo, cronómetro en mano, tratando de batir una marca personal…
   Y esa sensación de «…uno está llorando, ve tú a ver qué le pasa…(que yo estoy ocupada sin hacer nada)», esa sensación…no hay palabras.
   O esa de «son las cuatro de la mañana, levántate tú que yo ya he tenido bastante dosis de vida productiva durante los ocho meses pasados»

Y tantos y tantos….
Y en estas me encuentro, maquinando de qué manera puedo aprovecharme, ahora que en mi costilla impera cierto sentimiento  de culpa-agradecimiento-admiración, antes de que la cotidianidad (¿se dice así?) vuelva a nuestras rutinas.

PD: Bienvenido a casa…
PD2: Lo hemos celebrado de la forma más romántica posible: en un Burguer. Si es que no se puede con tanto amor…