Estos días ando liadísima, más de lo normal, con gestiones que por algún motivo, desde que tuve hijos asumí yo. Hablo de las escolarizaciones y todo lo que envuelve la pesadilla en la que se acaba convirtiendo ese proceso.
   Dado que tenemos a la vista un traslado inminente, me toca buscar colegios en una ciudad en la que no estamos empadronados, en la que no sabemos en qué zona vamos a vivir y en la que no hay plazas libres para las edades que solicito. Entenderéis que ande un pelín angustiada.
   Como a la empresa de mi señor maridín todo esto le importa más bien poco, somos habitualmente las «mujeres de» las que nos encargamos de estos menesteres. Y aquí me tienes, dejando teléfonos sin batería y quemando teclados, llamando a antiguos conocidos, amigos y no tan amigos para que traten de facilitarme una labor que he de realizar a 600 km de distancia de nuestra próxima residencia.
   Y bueno, la verdad es que voy obteniendo resultados cuando no lo esperaba. Al menos sé qué pasos he de seguir, plazos, dónde acudir, a quién contactar, y he minimizado mis agobios, a pesar de que no sepa a qué colegio van a acudir hasta septiembre, lógicamente. Porque he invertido muchísimo tiempo y recursos, he sido inteligente y he sabido tocar las teclas adecuadas. ¿Os parece arrogancia? Yo creo que no. Creo que es cuestión de ser habilidoso y tener una capacidad resolutiva ante las distintas situaciones que la vida te va presentando.
  En un momento de este proceso recibí la llamada de una amiguísima preguntándome con quién había hablado, que le habían dicho que «la mujer de» se había puesto en contacto con todo el mundo y que su caso estaba rodando por la ciudad.
   Y no sabéis cómo me molesta que no me pongan nombre y apellidos. Porque en mis llamadas y en mis mensajes los datos que aparecían eran los míos. Y aunque el que vaya destinado allí sea él, aunque su puesto tenga cierta responsabilidad, soy yo la que ha estado realizando las gestiones, como ser individual e independiente.
   Nunca me ha gustado la apostilla de «Señora de, o mujer de». Al principio me hacía gracia, como una anécdota, especialmente cuando era bastante más joven, o empezaba a dejarme ver con el que entonces era mi novio o recién estrenado marido.
   Con el tiempo ha dejado de hacerme tanta gracia. Cada vez que alguien emplea ese título me siento borrosa, un paso por detrás de él, incluso subordinada.
   Yo no soy señora de nadie.
   Soy una mujer preparada, inteligente, capaz. Si ahora no trabajo fuera de casa creedme, no es por gusto. En un momento fue una opción de vida, ahora es casi un imperativo social. Pero no tiro la toalla. Me estoy reinventando, estoy trabajando muy duro para tener una segunda oportunidad, porque con 40 años aún tengo mucha guerra por dar.
  Hay aspectos de nuestra convivencia en las que preferimos que él sea la voz cantante. No es por hacer gala de machismos típicos, pero la mayoría de las chapuzas típicas casi mejor que las solucione personalmente. Sin embargo he de decir que cuando la necesidad aprieta, una se las ingenia para solucionar lo que se va presentando. Es así. Por otro lado, las cuestiones económicas son cosa mía: cuentas, pagos, declaraciones de renta, hipotecas…
   Y así vamos, repartiendo tareas.
   No sólo soy esa mujer que cuando se arregla es hasta resultona, que va al lado a algún acto como una figurante de serie cualquiera. 
   Soy una persona que actúa por sí misma, que si se siente obligada a ir a algún lado y no le apetece tiene la mala leche en el rostro durante horas. Que si, por otro lado tiene ganas, está encantada de la vida y disfruta socializando.
   Que pienso, sueño, anhelo y me deprimo a partes iguales, yo sola. Sin compañía ni necesidad de pedir aprobación.
   Y que cada vez que le saquen el tema de los colegios va a reivindicar su papel (aunque sea un tema tonto, sin más trascendencia, que no he salvado vida alguna). Porque sí.
   Me quedan muchos momentos de «Señora de». Es inevitable, pero por dentro respiraré hondo sabiendo que casi casi » El señor de» es él. Y si no tiempo al tiempo.

Loading