Siempre he admirado a los cuidadores de las personas dependientes. Ver con qué resignación, fortaleza, pero también aceptación y energía se enfrentan cada día al reto de hacerse cargo de un familiar con capacidades limitadas, muchas veces con enorme afectación, que acaban absorbiendo cada segundo de tiempo de esa otra vida y no cuentan con reconocimiento alguno, no personal, sino social y administrativo.
 

Las cosas parece que van encauzadas, buscando la profesionalización y el apoyo económico, pero todos sabemos que las cosas de palacio van despacio, y que la realidad es que, todavía, la mayoría de las familias soportan una carga emocional y económica que a la larga se vuelve insostenible y con difícil solución.
 

Mi madre fue una de esas personas.
 

En el año 2007, estando yo embarazada de 35 semanas, mi padre sufrió un aneurisma aórtico abdominal. Sorprendentemente, y contra todo pronóstico sobrevivió. Permaneció en reanimación cuatro meses durante los cuales yo también fui ingresada por amenaza de parto prematuro, tuve un niño, y me pasaba el día a caballo entre Alicante y Benidorm. Tras un mes más en planta le dieron el alta hospitalaria y volvió a casa, y seis meses después llegaba el desenlace inevitable.
 

Esos seis meses fueron un auténtico calvario para mi madre, unos meses que supusieron un deterioro físico y mental importantísimo, y que le han dejado secuelas severas.

Tras solicitar la ayuda para la dependencia, tuvo que contratar una cuidadora de su bolsillo. Bueno, del bolsillo de mi padre, pensionista.
Un hombre de 1’85, peso muerto.  Y mi madre, 1’55, poquita cosa. Era imposible moverlo, cambiarle, asearle, subirlo o bajarlo a la silla…
Mi padre falleció a la espera de la ayuda, y meses después nos llegaba a casa el reconocimiento del derecho a la dependencia. Un insulto.
De hecho no es algo aislado; conozco casos de personas que han estado esperando como agua de mayo, de manera indecente, día tras día, de manera agónica,  y al final también les ha llegado la resolución cuando el familiar había fallecido hacía más de un año.
Es más, leía hace tiempo el caso de una familia cuyo hijo, como secuela de un fatal accidente de tráfico, sufría una incapacidad del 80%, y de una ayuda mensual de 339 €, que ya de por si resulta irrisoria, se rebajó a 43’10€ mensuales y finalmente, tras los ajustes dados por recortes presupuestarios, a 59 céntimos de Euro. Parece surrealista, pero es una realidad, triste, pero realidad.
 

Mira, me da igual el color del que gobierne. En el caso de mi padre eran de uno y ahora son de otro.
Y tal y como pintan las cosas, en unos meses será todo un arco iris de propuestas antagónicas y desacuerdos. Al final, los problemas, los recortes, las crisis siempre acaban afectando a los mismos.

 

¿Y por qué esta arenga de buena mañana?
Porque ayer tuve una especie de visión de un futuro inmediato y me entró un escalofrío por todo el cuerpo sólo de pensar en cómo me vería yo a un medio plazo.
 

El de 7 y pico, el mayor, lleva casi todo el verano con convulsiones y problemas intestinales. Una fiesta. La historia de siempre. No quiere hacer caca porque le duele. Llega un momento en el que hay que poner remedio, y ese remedio se llama enema.
Un niño de 7 años y medio, muy delgado y alto, pero todo fibra, tenso, rígido. Que no entiende qué le pasa, ni sabe cómo afrontarlo, ni qué debe hacer. Que del dolor y de la fuerza de contención se te agarra al brazo, y te deja marcada. Tienes que sentarte encima para realizar la maniobra correspondiente sin hacerle daño. El resultado: muñeca dolorida, arañazos,  algún hematoma, golpes, dolor de espalda, de lumbares…y fue una noche.
Es cierto, es alarmismo. Es un estado temporal. Acabará aprendiendo. Estoy segura. Y acabará controlando esfínteres algún día, lo sé.
Pero no pude evitar (ni puedo, cada vez que tengo que cambiar un pañal sola) verme en una situación que durante meses me pareció agónica.
 

Cuando en el colegio, con tres añitos me plantearon solicitar la ayuda para la dependencia me pareció un despropósito. Ahora, no tanto. Cuando su padre no está, hay ocasiones en las que me las veo y me las deseo bañarlo o asearlo. Ni que decir tiene cuando está enfermo, o está irritado.
Me puedo imaginar, aunque de lejos, lo que todos esos padres, madres, hijos, hermanos…pueden sentir cada día, en miles de momentos.
Y también de lejos, soy capaz de vislumbrar una sociedad con una figura del cuidador profesionalizada, reconocida, compensada y valorada. Pero de tan lejos que la veo, me cuesta al mismo tiempo, imaginar qué garantías y qué protección serán las que las/nos ampararán.
 

Menos manuales de «Apoyo al cuidador«, y «¿Quién cuida al que cuida?«, y más soluciones tangibles, reales y efectivas.