Hay veces que todo confluye, que las señales son tan evidentes que al final te dejas llevar, porque sientes, por fin, que puedes hacerlo.

Hace unos meses Mamá sin complejos, una profesional a la que realmente admiro, compartía su experiencia como contribución para la elaboración de una guía profesional de atención a la pérdida y el duelo durante la maternidad. Y algo se me removió por dentro.
Mientras me decidía y no me decidía, pasaban las semanas hasta que, esta mañana me tomaba el enésimo café del desayuno leyendo un artículo procedente del blog de la Clínica Torrevieja, acerca del Huevo huero.

Y ahí estaba mi señal. El momento de contar cómo viví el instante en el que supe que mi primer embarazo había fallado.

Cuando decidí que era el momento de ser madre fue dicho y hecho. La prueba de embarazo dio positivo en nada de tiempo. Diciembre de 2005.
Mi estado…mezcla de nervios y miedo mucho miedo. Me encontraba sola en Melilla y mi marido acababa de irse a Madrid por trabajo. Así que podéis imaginar que nerviosa no define ni por asomo cómo me encontraba.
Como estaba de un ratín, en la primera eco sólo se apreciaba la bolsa oscura. Era demasiado pronto para detectar latido, pero ya el hecho de llevar esa fotografía en las manos, mi analítica con un positivo y la prescripción para el Ácido Fólico me recordaban lo real que estaba siendo todo.
En dos semanas volvía para hacerme otra Ecografía, y en esas dos semanas comencé con las náuseas, cansancio, ganas de hacer pis, dolores abdominales…Ni Caribán ni nada. ¡Qué mal me encontraba! Las hormonas se habían apoderado de mí, habían tomado el control. Un maremagnum de emociones y muchos ascos me definían.
Madre mía si esto era ya así, cómo serían los meses restantes…
Llegó la siguiente prueba y tampoco se veía nada aún. Había que esperar dos semanas más. Mientras mis sensaciones e ilusiones aumentaban y para mí eran todas las del mundo.
Siguiente visita a principios de febrero y llegó el «no se detecta latido. Hay que volver a repetir en dos semanas. Si sigue así se tratará de un huevo huero y habrá que expulsarlo«
TAL QUE ASÍ.
 
Yo siempre he dicho que los profesionales que me atienden, sean del ámbito que sean, no tienen ni que caerme bien ni ser mis amigos del alma siempre y cuando hagan su trabajo bien. Pero hay determinados ámbitos y determinadas situaciones en las que se requiere un mínimo de sensibilidad y empatía.
Recuerdo – y de esto hace 12 años- ir de la consulta a mi casa llorando ahogada, sin ser capaz de llamar a mi marido para transmitirle lo que me había pasado.
Esas dos semanas fueron interminables. No hay manera suave ni amable ni optimista para describirlas.
Esas dos semanas tratando de ser positiva pensando que no estaba todo decidido. ¿Por qué no podía ser que sí?
Esas dos semanas rezando para que mi bebé -sí, yo ya lo sentía así- no se fuera,
Pero se fue.
Esa última ecografía confirmaba que el embrión como tal no se había acabado de gestar. Era un fallo genético, un error de la naturaleza. Había bolsa, placenta, hormonas pero no había atisbo de vida.

 

Me programaron un legrado de urgencia para el lunes (era viernes y el fin de semana era imposible). Estaba de casi doce semanas. Organicé a mis padres y a mi marido para que estuviesen conmigo y ese lunes, a las 8 de la mañana  ingresaba en el hospital.
En ayunas, esperando estar sola en una habitación. Sin embargo tuve que compartir estancia (en Melilla solo hay un hospital) con una chica embarazada con náuseas incontrolables y todos los familiares del mundo alrededor de ella riendo y diciendo que en unos meses todo eso iba a compensarlo cuando tuviese a su niña.
Mientras, allí estaba yo, con la vía puesta, la Oxitocina, un hambre atroz y las caras tristes de los míos a mi alrededor.
Y comenzó la cuenta atrás. Pero no pasaba nada. Nada salía de mí. Eso sí, las contracciones comenzaban y cada vez eran más intensas. A las tres horas no podía soportar el dolor. Pero por allí no pasaba nadie, más que para vigilar el gotero.
Yo no podía soportarlo. Era horroroso. No podía dejar de llorar, no sólo por lo que estaba padeciendo, si no porque sólo quería cerrar los ojos y que pasara todo, y sobretodo por la impotencia de sentir que todo eso era en vano, que no servía para nada.
Por la tarde ahí seguía, con la tensión por los suelos, muerta de dolor, hasta que al fin conseguí un poco de paracetamol y algo de atención.
Llegó una enfermera y tras un «está bien agarrado, vamos a ayudar un poco» se me subió encima y comenzó a maniobrar encima hasta que casi sentí que me iba a romper las costillas. A posteriori supe que había practicado una maniobra de Kristeller, prohibida por otro lado. Eso, y los tactos vaginales desgarradores acabaron por destrozarme.
Al final, a las 8 de la tarde, tras una visita al baño en la que casi me caí por una bajada de tensión, mezcla de las horas sin comer, de los nervios, del calor…pasó. Por fin comencé a expulsar.
Me hicieron otra eco y yo, agotada y con los ojos cerrados oía cómo comentaban que no me podía librar del raspado y que «era una faena, tan joven». «¡Hola, estoy aquí!» me dieron ganas de decir, pero no tenía fuerzas para nada. Solo me dejaba llevar extenuada.
Y así, entre lagrimones, en un abrir y cerrar de ojos, me llevaron a quirófano. Recuerdo firmar la autorización temblando por el frio y los nervios y lo siguiente fue despertar en la camilla, viendo a mi marido esperándome. Me cogió de la mano y nos fuimos a la habitación. Apenas dormí. Me dolía todo y la chica de al lado no dejaba de vomitar, ni sus familiares de hablar. Por la mañana me daban el alta.

 

En 24 horas estaba en casa. Tuve los famosos entuertos, estaba a nivel hormonal completamente disparada y con una sensación de pérdida brutal.
Que nadie me diga que no había nada, porque yo sí había sentido que en mí algo había cambiado.
No es sólo cuestión de parámetros fisiológicos. Los cambios se dan a todos los niveles, y yo experimenté durante no pocos meses un gran duelo.
Mi estado se podría resumir en tristeza.
Es verdad que lo superé, iba a trabajar, y hacía vida normal, pero en los momentos de soledad, cuando veía a otras mujeres con sus enormes tripones, me volvía a invadir esa sensación de vacío.
Y si el personal sanitario hubiese estado mejor informado y formado, si se hubiese desrutinizado ese trabajo y se le hubiese dado algo de empatía y humanidad a ese proceso probablemente hubiese estado mucho mejor.
Eché en falta un Ginecólogo que me explicara, me atendiera y reconfortara. Unas auxiliares que no me viesen como un mero sustentador de un gotero. Unas enfermeras que no hablaran como si yo no estuviera delante y que al menos me hubieran preguntado cómo me encontraba.
Cualquier pérdida es dolorosa. Incluso si es psicológica. No hay que menospreciarla porque no haya existido una vida. No es comparable, por supuesto que no. No te ha dado tiempo a forjar esos vínculos ni crearte esas ilusiones que te creas si la pérdida se produce de, por ejemplo 20, 24 semanas, 7 meses… Pero no dejó de ser una pérdida.
Guías como las que he comentado pueden abrir una importante oportunidad a los profesionales para saber cómo afrontar estos momentos.
Hay que reclamar ese trato digno que una se merece, independientemente de la situación personal. La recuperación emocional va a ser un pilar fundamental para volver a animarse a experimentar la maternidad.
Yo tardé 16 meses en volver a quedarme embarazada.
Hoy, ese embarazo fallido, habría cumplido 12 años en Septiembre.