– ¿Y qué tal estás?¿Cómo va todo?
– ¿Yo? bien, aquí luchando como siempre, y el mayor va más despacio de lo que nos hubiese gustado pero bueno, es lo que hay. Él es feliz y está contento que al final es lo que importa.
– Pues a tí te veo muy bien últimamente, lo llevas fenomenal, como si nada. Ya te veo en las fotos por el Facebook haciendo un montón de cosas, riendo…si es que hay cosas mucho peores.
– Hombre, como si nada no. Es que ya son años, y tenemos nuestros días, como todos. Y cosas peores claro que las hay, pero lo que nosotros vivimos es esto.
– Hija, si es que nos quejamos de todo. Mira, peor está fulanita que…

 

 ¡Buf! Si me pagaran por cada vez que he tenido que escuchar conversaciones de este tipo directa o indirectamente, de primera persona o por terceros, no necesitaría volverme a preocupar por trabajar fuera de casa porque tendría una cuenta corriente tan grande como la poca sensibilidad o empatía de algunos.Por miles de motivos.
 

Cuando en una familia se convive con un miembro con lesión cerebral, o una enfermedad o cualquier circunstancia que pueda alterar drásticamente la dinámica y la convivencia, todo se vuelve del revés y todo comienza a girar alrededor de esa persona. Y el resto del mundo se para.
Esto es al principio.
Después con el tiempo aprendes a gestionar tus emociones y a trabajar con esa situación y a convivir, e integrarla en la vida cotidiana. Con tus días buenos y malos. Y si tienes uno malo normalmente no sales a la calle con un cartel que diga «Odio el mundo, estoy derrotada y estoy saturada. Tengo ganas de llorar y me encuentro triste».
Pues no.
 

Normalmente lo compartes con los de tu alrededor, que son los que te entienden, te reconfortan y consuelan, y en un pis pas te ves recargado de energía para tirar adelante otra temporada más.
Pero cuando estás bien sí te gusta compartirlo. Esa alegría que da el ver los pequeños avances, la consecución de algún objetivo, el poco a poco logro de la ansiada normalidad, el comenzar a sentirte aunque sea a ratos mujer de nuevo y madre de dos niños más perfectamente sanos y no sólo de un pequeño afectado, volver a formar parte de la comunidad…Necesitas compartir porque está bien compartir las cosas alegres, las buenas noticias, y dar esperanza y optimismo a los que puedan estar pasando por una situación parecida.
Así que sí, puedo aparecer riendo, saliendo, en algún evento, jugando, creando, mofándome, haciendo el monguer, quejándome, como cualquier persona «normal».
Y sí, hay cosas peores.
Pueden llegar las siete plagas.
Puede estrellarse un meteorito gigante, que de esos últimamente hay muchos por ahí.
Puede llegar otra era glaciar…
O podemos dejar de hacer comparaciones y competiciones acerca de quién tiene más problemas y los exterioriza más, o quién está peor o quién tiene peor suerte.
 

Yo sé lo que me rodea, que es mucho más que tener un hijo con discapacidad intelectual (sí, discapacidad, no le temo a esa palabra). Pero tengo más alrededor, como tú, como aquél. Y toda esa vida de más me genera momentos de euforia y de pena y de enfado y de cansancio. Porque todo eso, «además de» es lo que me da sentido como persona. Inquietudes, amigos, familia, ocio, trabajo, hipotecas, deudas, sueños, ambiciones, añoranzas…
¿A quién no?
Así que si estar llorando por cada esquina para algunos es lo que define a cada madre (o padre) de un niño con lesión cerebral, tienen mucho que aprender acerca de empatía, fortaleza humana y normalidad.
Si tienes una mala racha, ¿lo publicas en los periódicos?¿Lo saben tus vecinos?¿Te gusta tener cara de amargado permanentemente? A mí tampoco.
 

La convivencia NO es fácil. Ni de lejos. En otro momento retrataré esos peores momentos. Pero ahora no.
 

Ahora es momento de disfrutar de un lunes por la mañana, de un rato de felicidad que me proporciona la soledad un café y la tranquilidad del silencio, que no cambiaría ni por todos los viajes en crucero del mundo.
Mi paraíso. Mi alegría.
 Y sí, a lo mejor en un rato estoy con la pena.
 O maldiciendo mi estampa.
¿Y tú?¿Vives bajo una máscara?

 

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