Te conozco, no sé donde vives. pero sé dónde puedo encontrarte. 
Día tras día, tras día, tras día.
Esperando a que uno, uno sólo cometas el más mínimo error, ese error que me constate que eres humana, que no eres una ilusión ni la mayor de las pesadillas.
El día en el que no te combinen bolso y zapatos, o se te haya olvidado ponerte rimel, o aparezcas en mallas de deporte, o vislumbre alguna mancha de babilla en la parka. 
Pero no llega.
Mira que yo me levanto pronto, lo hago, y no pierdo el tiempo. 
Desayuno, preparo el de los niños y les ayudo si es necesario. Mientras les jaleo semi histérica para que se aseen no-sea-vayamos-a-llegar-tarde, preparo las mochilas con los almuerzos de rigor y voy ventilando habitaciones.

Entre úlceras revoltosas que se vienen arriba al verlos que, en lugar de vestirse están jugando al juego más ruidoso al que se pueda jugar a horas indecentes, los rizos desatados que no hay gancho que recojan, las ojeras mapache que no hay corrector que disimulen y la mueca torcida de madre loca, se me van pasando los  minutos.

Reviso aseos, peino y perfumo (embadurno) con la colonia infantil de turno.
Entre gritos para que se callen -paradójico, ¿verdad?-, me voy cambiando yo. Y no, no tengo tiempo de ducharme ANTES de ir al colegio.
Pero eso sí, bragas y calcetines limpios no sea que, como diría mi madre, me pase algo, tenga que ir al hospital y a ver qué va a decir el médico.
Me pongo lo que pillo guardando cierta armonía, evitando arrugas, tratando de conjuntar colores pero siempre buscando la comodidad. O sea, botines planos o bailarinas, para lamento de mi esposo -fetichista confeso y defensor a ultranza del taconazo-.

Porque, cuando vas con niños por la calle a determinadas edades, diez minutos de trayecto pueden convertirse en media hora de misión de rescateaventurasinfinsúpermegaestresante.
Y llego, siempre a tiempo, pero con los sudores de la muerte. Es así. Colorada, fatigada, «¿oleré mal?» «no creo, que me duché anoche y me he lavado como los gatitos, pero me he lavado».
Entonces llego a la fila y te veo. Peinado impecable, de peluquería. Si el pelo es liso, nada de puntas abiertas ni de electricidad. De alisado con keratina instantáneo. Si es rizado, cero encrespamiento y bucles u ondas al aire perfectos. 
Vestido, traje de chaqueta divinos, con taconazos imposibles que ni yo para una boda. Bolso a juego, collar, pulseras, maquillaje impoluto. Ese eye liner perfecto, ese conjunto de sombras de ojos. Ni un brillo en la cara. Un anuncio de Max Factor y Pantene viviente, andante.
Sonriente, relajada. Emanando feminidad.
Y me atrapas hipnóticamente. No puedo dejar de mirarte.
Te admiro y te odio a partes iguales.
¿A qué hora te levantarás? ¿Te acuestas así, con una mascarilla de gel frío para conservarte?¿Vives criogenizada? ¿Tienes un personal assistant?¿Tus hijos no corren?¿No se te escapan?¿Te obedecen a la primera?¿Niños piedra?

Porque os digo amigas, que haberlas haylas, y no son pocas. Y entre ellas se huelen y se juntan, en enjambre, se atraen, reconocen, Mente colectiva.
¿Es algo del colegio, del ambiente?
Llegas a casa con el firme propósito de emularla para recogerles a mediodía, y al final te pones lo mismo pero al menos te has duchado.
Que una, ante todo es muy limpia.

Si eres una de ellas. cuéntame tu secreto, que compartir es vivir hermana.

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