Hoy no tenía esta entrada programada.
Vamos, ni siquiera la tenía escrita o pensada.
Pero hay momentos, fracciones de segundo que te cambian el curso del día, el estado de ánimo, te alteran planes y te generan una inquietud que necesitas sacar fuera.

Y eso es lo que me ha pasado a mí hoy.

Un lunes más, de madrugones, prisas con los desayunos, uniformes, mochilas y estrés.
Pero también de risas, buenos días, alboroto y jaleo.
Hasta que de pronto él, afanado en ayudar a preparar su leche como cada mañana, ha caído desplomado en el suelo de la cocina y ha vuelto a suceder.
Minutos interminables de convulsiones.

Malditas crisis.

Tras muchos años viviéndolas pudiera uno pensar que los padres estamos acostumbrados a esos episodios de convulsiones, ausencias, cuerpos inertes, falta de reacción a estímulos, gritos…porque sabes que unas horas después se va a levantar como si no hubiera pasado nada.
Pues yo te digo que no.

Que uno no se acostumbra nunca.

Ves cómo pierde la voluntad y el control sobre su cuerpo, cómo sus extremidades se vuelven rígidas mientras comienzan las sacudidas.
Sus labios se tiñen de un azulón que asusta.
Su cara se deforma.
Los labios se desdibujan y se convierten en finas líneas.
La lengua trata de buscar dónde apoyarse, generando babas porque respira con muchísima dificultad.
En ocasiones la pérdida de esfínteres es brutal.
En otras los vómitos y las náuseas duran horas.
Pero lo peor es cuando ves que va relajando el escuálido cuerpo, abre los ojos sin saber dónde está y te mira aterrado gritando, para volver a cerrarlos y suspirar. Y así hasta que consigue volver a ubicarse, hasta que vuelve a nosotros.
No sabemos cómo se siente, ni qué pasa por su cabeza.
Sabemos cómo nos sentimos nosotros.
Impotentes, porque sólo podemos pensar en la posibilidad de que cuando despierte no vuelva a ser el mismo.

Irracional, ¿verdad?

Pero no quiero asustarte
Quiero que sepas que, a pesar de lo aparatoso, dentro de unas horas va a despertarse cantando, me va a buscar, me va a sonreír y va a comer con la hambruna de siglos.
Que por mucho miedo que tenga, mientras está ausente él no sufre.
Que los padres no podemos ni debemos hacer nada durante esos episodios más que acompañarle y velar por su seguridad física: colocarlo en posición fetal por si vomita, vigilar que no se muerda y que no se golpee.
Que no debemos despertarlo.

Y que una convulsión no quiere decir que esté empeorando. Puede indicar cambios, puede ser sintomático de enfermedad, puede requerir de ajustes de medicación…

Hay que saber estar en esos segundos para observarlo todo porque la información que podemos extraer puede ser de gran ayuda para los profesionales y evitar que vuelva a repetirse en mucho tiempo.

Como es nuestro caso.

Pero no te acostumbras.
Nunca lo harás.
Lo llevarás mejor o peor, según tengas tus días.
Pero no te acostumbras.
Y es mejor que no lo hagas, porque se pierde ese estado de alerta, ese sexto sentido que te indica que algo no va bien o algo va a pasar.
Así que hoy, voy a acompañarle, a velar porque esté cómodo, a acariciarle cuando despierte con miedo.
Simplemente voy a estar,
Aunque no me haya acostumbrado.