Mi hijo grita.
Mucho.
Forma parte de su escaso repertorio comunicativo.
Sin los gritos no expresa sentimientos.
Es lo que hay.
Esto viene motivado porque ayer por la tarde leía en twitter un noticia con la que, inmediatamente, me sentí tremendamente identificada, ya que lo llevo viviendo 9 años:
Vecinos quejándose por los gritos de dos niños diagnosticados de TEA.
A ver.
Lo entiendo, de verdad. 
Yo tengo una vecina arriba que pasa la aspiradora a las 3 de la tarde, que se pasea con tacones por la casa de noche cuando estamos acostados, que está de cháchara hasta la madrugada. Es un vecina incívica. Sí. Y me molesta muchísimo.
Tengo un hijo sin lenguaje y escasa comprensión, que necesita desahogarse y comunicar sus estados anímicos de la manera que buenamente pueda. Y esa manera son los gritos, con todo un repertorio fácilmente identificable. No es incívico. Pero molesta igualmente.
Emite gritos de alegría, gritos de canto, gritos de dolor, gritos de enfado, gritos que solicitan atención y gritos de juego. Y todos tienen en común una cantidad de decibelios tremendamente molesta. Porque además de gritar lo hace con todas sus fuerzas, a pleno pulmón.
Y no nos gusta, nos molesta. muchísimo. Nos pone de los nervios. Nos estresa. Nos genera ansiedad.
Pero no nos queda otra, no mientras no hable. Y, como de momento no hay palabras, pues….
Hemos tenido que aprender a vivir con ruido constante. 
Sufrimos estrés auditivo, todos.
Así que si a mí me molesta que chille, me puedo imaginar lo que molestará a los vecinos. Y de verdad que lo siento, ya me gustaría que fuera de otra manera.
En Madrid me mudé de un piso a una casa entre otras razones por ello, y eso que tenía vecinos fantásticos. Fue una decisión tomada en base a nuestra tranquilidad emocional. 
Aquí me queda un año y medio de residencia en una comunidad con mucha gente y paredes no aisladas…
Por eso nos pasamos la vida dando explicaciones donde vamos, para que cuando comience la fiesta al menos la gente comprenda que grita porque debe gritar.
A él le da igual que sea un teatro, una iglesia, un acto, un supermercado, al igual que cuando nosotros hablamos en cualquier espacio o situación, con la diferencia de que modulamos tono e intensidad y callamos si socialmente hay que hacerlo. Él no.
Nos genera estrés por partida triple: por nosotros, por los vecinos y por verle a él, tan mayor con esa incapacidad de hacerlo de otra manera más adaptativa. Creedme, lo sufrimos constantemente.
Cada vez que hemos de ir a un sitio, a comer por ejemplo, estamos temblando, anticipando. Si le ponemos dibujos grita de emoción. Si no le ponemos grita de decepción. Si se aburre grita porque se quiere ir. Si se conecta en la conversación grita porque está feliz. 
Así transcurre nuestra vida.
No podemos pedirle a los vecinos que acepten un ruido molesto y ensordecedor pero sí podemos explicarles y que traten de entender que hacemos todo lo posible por encontrar herramientas mediante las terapias. Algunos lo logran, otros estamos en ello.
Por eso me duelen estas noticias, porque es una realidad y los padres nos desesperamos, porque sí, nos dan ganas de taparle la boca, de gritarle, de…Y si le alzo la voz le veo en la mirada esa expresión de «Mamá, ¿y qué quieres que haga?», y me deja desarmada, porque una vez más me ha hablado a su manera y tiene razón.
Empatía. Sólo eso. Una pizquita para hacer la vida más fácil, y la de los que lo sufren también, porque si comprenden una situación ajena, esas molestias, ese mal humor no desaparece pero se disipa gracias a la comprensión.
Un poquito, por favor.

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