En Enero volví a trabajar.
Así, con contrato y todo, a lo loco. Un proyecto para varios meses que me iba a permitir recuperar algo de cordura profesional tras tanto tiempo entre niños, colegios, terapias, mudanzas y mi personal realidad rutinaria.

Y todo apuntaba a que iba a ser LO MEJOR: una empresa amiga, un referente de la conciliación, el respeto de la diversidad y la responsabilidad social y la oportunidad de trabajar sin horarios a mi ritmo, con la única meta de llegar a un objetivo final de la forma más profesional posible. ¿Qué podía ir mal?

Pues todo. Todo fue mal.

No puedo echarle la culpa a los horarios desproporcionados, ni a unos jefes intolerantes, ni a la lejanía del puesto de trabajo, ni a la discriminación…
No puedo culpar a nadie porque al final, simplemente la conclusión que extraigo es la de que no era mi momento.
 
Nada más comenzar la primera en la frente: mi marido me avisa de que tiene que marcharse una semana.
Bueno, una más, son gajes del oficio y una ya está acostumbrada.
Me programo la jornada para organizar mis diferentes acciones, porque yo, sin organizarme no soy nada. Las tareas de casa, de los peques, del blog, formación, todo lo tengo repartido -más o menos-.
Me pongo a trabajar, bases de datos, información y cuando me descuido hay que hacer la comida e ir a recoger a los niños (es lo que tienen los colegios que se empeñan en no implantar el comedor escolar, que nos hacen la púa a los que lo necesitamos). Acabamos de comer y prácticamente es la hora de empezar a preparar niños para extraescolares.
Comienza la fiesta vespertina de repartos, con la diferencia de que habitualmente lo hacemos entre dos. El mayor a cuestas sin entender porque le parto la rutina, a rastras, y gritando. Con la lengua fuera llego a un sitio y trato de templar nervios hasta que acaba una y recojo al otro…en fin…Luego tocan tareas, juego, baños y cenas.
Y en ese reposo del guerrero, exhausta ves que no has hecho ni un 25% de lo que te habías propuesto ese día. La casa se cae, no ha dado tiempo a recoger, no hay uniformes ni babis limpios, se te ha olvidado comprar algo que era mega importante para el cole…
La conclusión de este día uno es que no llegas a todo y así no puedes.
Llega el día dos y te dedicas a organizarlo todo para comenzar el día tres con fuerza.
El día tres se te pone un niño enfermo. Día perdido. Día cuatro y cinco sin poder hacer prácticamente nada.
Llega tu marido y te avisa de que en una semana se vuelve a ir, y luego diez días, y luego otra semana…y…nunca había salido tan de seguido, ¿por qué ahora? No te lo puedes creer.
Decides contratar a alguien para que lleve al mayor a terapias, minipunto para tí y para tu estrés. Pero no es suficiente.
Durante estos tres meses he tenido que cancelar visitas porque mis hijos se turnaban con las enfermedades, o bien era yo la que caía, he hecho no sé cuántos exámenes, he soportado crisis convulsivas, he recorrido cientos de kilómetros caminando de un lado a otro, he echado horas y horas delante del ordenador en momentos que le robaba al sueño, he tenido que dejar a un margen el blog (una de las cosas que más me ha dolido) y como consecuencia he sufrido ataques de ansiedad que me han dado mucho mucho miedo.
Y sí, se termina todo, y de todo se sale. Pero, ¿a costa de qué?
No es tan complicado, cuando lo ves con perspectiva, pero no lo era de haberlo implementado en mi rutina diaria. De pronto mi rutina se vio completamente alterada y no tuve manera de conciliar con salud.
A veces la conciliación no nos llega y no es por causas impuestas. A veces nuestra situación personal es nuestro propio enemigo, y es peor aún porque no tenemos manera de combatirlo. ¿A quién responsabilizo?¿A mí?¿A él?
Mi marido lo reconocía: han sido circunstancias extraordinarias, pero han coincidido ahora, todas. La realidad es que familia numerosa + discapacidad + la vida militar dan lugar a una pésima combinación, complicada y agotadora.
No me veo capaz de afrontar otra situación así. ¿Cómo hacerlo? Aún me dura el resquemor por lo vivido estos meses.
Emocionalmente ha sido devastador. El estrés vivido, los nervios por no creer llegar, el saber que no estás dando el 100% y sobre todo el pánico a que la ansiedad volviera a manifestarse con todo lo que conlleva a nivel físico y psicológico.
Algunas personas estamos destinadas a no entendernos con la conciliación.
Mi hijo no tiene culpa de tener diversidad funcional.
Mi marido no tiene culpa de tener que viajar.
Yo no tengo culpa de no tener apoyos.
Simplemente mi camino no puede ir por ahí, y ahora lo he visto claro meridiano.
Que sigo cabreada, sí, mucho. Que a veces pienso que todos los años de formación, los postgrados, la experiencia bien habría valido volcarlos en otra cosa, pues sí, a veces lo pienso.
Pero entonces me veo hace un par de años y me veo ahora y encuentro una gran diferencia: mi motivación. Tengo una grande que me libera de esa culpa, de ese derrotismo y de mi frustración, y es el saber que tengo esto, este blog, este espacio y grandes cosas que hacer con él.
Quizás no ascienda profesionalmente, ni tenga una nómina a fin de mes, pero estoy bien con ello.
La desconciliación me ha hecho daño esta vez, pero no ha podido conmigo.
Esta vez no.