Ayer mi hijo Rodrigo cumplió 10 años.
Madre mía, cómo pasa el tiempo…
Estaba deseando que se levantara para felicitarle, cantarle y darle un beso de esos que suenan, de esos besos de Señora mayor, con mayúsculas. Y él me recibió con una sonrisa enorme.
Todos le cantamos y le repetimos mil veces que era su cumpleaños, eufóricos, dando palmas, con muestras de efusividad bastante exageradas, pero no es para menos.
Estamos felices, ¿quién no lo está ante el cumpleaños de un hijo?

Él no creo que entienda el concepto. Se tapa la cara cuando sacamos la tarta, se esconde…solo acude al ver el chocolate. Es lo que le interesa…Pero no por ello dejamos, año, tras año, de hacerle su tributo con sus velas y todo el ritual.

En días así no puedes evitar rememorar el embarazo, el parto, esos primeros momentos y, esos recuerdos me producen una comezón y un dolor enormes.
Me veo a mí, a seis días de cumplir (la fecha de parto era el 2 de enero) con mi marido visitando a mi padre en el Hospital General de Alicante, sedado en reanimación desde hacía mes y medio.
Me veo yendo al Corte Inglés a comer con una amiga, bromeando de temas tales como «imagina si me pongo de parto ahora que no me he traído nada de casa, ja, ja, ja….» mientras comía fingers de pollo.
Me veo acudiendo a revisión y viendo al ginecólogo susurrar con su ayudante mientras miran y remiran la ecografía señalando algo que para mí no significa nada, pero me inquieta.
Me veo escuchando sin escuchar las palabras «falta de líquido amniótico» e «inducción al parto», seguidas de un «vete caminando para ir facilitando el trabajo de parto porque hoy vas a ser madre».
Me veo en mil situaciones desde aquél día, recuerdo mis expectativas, la ilusión, la tristeza, la combinación de emociones, la dureza de la realidad.
Y lo veo ahora, un niño pequeño de unos ¿tres, cuatro años? encerrados en el cuerpo de un preadolescente casi. Porque sí, porque el vello corporal está ahí, su desarrollo físico no se frena pese a que el intelectual esté en stand by.
Es duro ver que no hay regalo que le motive, que su juguete preferido desde hace tres años sea un perro de peluche para bebés.

Aunque se le ilumina la mirada cuando lo ve a la hora de acostarse (solo juega con él en la cama), aunque sabes que es feliz con él, algo dentro de ti se rompe. No puedes evitarlo, aunque lo cierto es que a estas alturas lo tienes asumido.

Esta es la realidad de una crianza atípica, que combina regalos de bebés y pañales con consolas,  y juegos sofisticados para sus hermanos.
Son celebraciones agridulces.
Es el día de rememorar el duelo y la pérdida, pero también el día de celebrar la vida. Como siempre. Y no está mal hacerlo, porque nos recuerda cual fue nuestro punto de partida y dónde nos encontramos ahora, nos hace ver el camino que hemos recorrido y todo lo que hemos logrado, nos hace recuperar el estado de alerta que muchas veces la rutina y la acomodación hacen que se relaje, y nos devuelve la motivación para seguir luchando por otro año más.
Y que sean muchos más con él a nuestro lado.

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