Hay una persona que cuestiona el cuidado que le damos a mi hijo mayor. Una persona que no me conoce y con la que compartí unos minutos de reunión el año pasado sometida a un tercer grado sin que yo entendiera nada (discúlpenme si se sienten ofendidos, pero a veces los equipos de orientación en vez de apoyar, son cadenas perpetuas hasta que, o cambia el equipo o cambias de centro), y este año le ha tocado a mi señor esposo.
Y una, de naturaleza paciente, está hasta los mismísimos, cansada de chorradas, de insinuaciones y de que no se atienda a casos realmente importantes, o bien la propia educación de mi hijo en su autonomía y comunicación, en lugar de ver fantasmas donde no los hay o molestarse en conocernos y comprendernos más y mejor.
Pues mire, le voy a regalar un relato mañanero de estas, mis jornadas, por si gusta probar algún día. Solo espero que mi estrés se le contagie fuertecito.

Mis despertares se producen muy temprano.
Si la noche ha ido bien, sobre las cinco, más o menos (más menos que más), me preparo un café y me pongo al día con redes, correo y noticias. Organizo la jornada y a veces incluso comienzo un borrador, siempre y cuando algún pequeño ser humano no decida amanecer a horas intempestuosas y me toque estar mandando callar para evitar que los que aún permanecen en cama se sumen a la fiesta de madrugada.
Si la noche no ha ido tan bien, que es lo habitual, ese amanecer suele producirse antes. Es lo que tienen los múltiples despertares nocturnos: que te acaban rompiendo el sueño. Y, aunque la mañana se sortea como se puede, las tardes se hacen eternas. Qué os voy a contar a muchos que no sepáis.
A las 6 y media comienzo a preparar los desayunos de la mediana y del pequeño si se han despertado. Motivo: tienen que irse al aula matinal con su padre a las 7 y media. Si no -raro, pero puede pasar-, los llevo a las 9 a la fila de clase. Pero retomemos lo que suele ser más habitual, a mi pesar…
Entre «dame el bote de colacao que me toca a mí, quiero una tostada, quiero pan con queso, no chilles que la gente está durmiendo, siéntate y desayuna sentado…» trato de, si la noche anterior no pude preparar los uniformes porque no se habían secado, por ejemplo, hacer lo propio.
Mientras, si no se ha levantado el mayor – lo cual, seamos sinceros, suele ser bastante raro dado el escándalo de casa a esas horas-, lo  despierto y, aunque es triste tan pronto, el hecho de que amanezca siempre con una sonrisa es maravilloso, la verdad.
Cambio de pañal, probablemente uno de tantos desde que se acostó ya que el principal problema físico de esta criatura es digestivo y le ocasiona eritemas en el culete con muchísima frecuencia. Así que las noches las pasamos haciendo cambios para mantenerlo lo más seco posible.
Tras el «Id a lavaros» de turno, llega el momento de preparar el último refrigerio pendiente. Con él me tomo más tiempo porque colabora como parte de su rutina. Y después toca sentarse para evitar que meta las manos en la comida o le dé por lanzar el bol por los aires, que no será la primera vez. Antes desayunaban juntos, pero con el tiempo hemos comprobado que la excesiva actividad de sus hermanos lo estresan. Así que hemos tenido que instaurar turnos.
Este momento es de todo menos relajante y disfrutón, porque el tiempo se va echando encima y Rodrigo se lo toma con calma: depende del día, de cómo se ha levantado, de su nivel de dispersión, etc… Le doy la medicación (y si no me lo recuerda) y lo dejo en el salón para supervisar a los otros.
Pero dice que no, que no quiere quedarse solo en el salón y empieza a lanzar objetos por los aires. Por objetos entiéndanse desde unas gafas de sol que haya en la mesa, unas hojas, hasta un ordenador, un móvil, un vaso…Es una no gestión de los tiempos de espera que aún no hemos conseguido trabajar bien. Total, que, aun luchando contra mis principios, me toca ponerle en la tele Baby Bach. Siempre. Y ya después, se relaja y lo que se tercie.
Así que, mientras hiperventila y grita, nos dedicamos a hacerle callar sin gritar nosotros a esas horas mientras comprobamos que el pequeño aún no se ha lavado porque tiene cosas más interesantes que hacer y se dedica a corretear por el pasillo en pelota picada.
Peino a #Lade8 y de nuevo he de salir corriendo tras su hermano pequeño que no encuentra sus zapatos (o no quiere encontrarlos, vaya usted a saber), o se encuentra en una situación de angustia vital porque no aparecen las cartas pokémon, o no puede soportar tanta presión por las mañanas….Así que toca acelerar el vestimiento (sé que no existe este palabro, pero me da igual, me encanta), y casi a rastras llevarlo al baño para repasar el lavado de gato «Me duché anoche…ya me lavé ayer…estoy limpio, no te preocupes». Le peinas, o tratas de hacerlo en balde, ya que a la que te das la vuelta ya se ha sacudido la cabeza para lograr que los ojos queden lo suficientemente tapados. Desisto.
A todo esto he tenido que salir dos o tres veces al salón para advertir a #Eldecasi10 de que si sigue gritando le quitaré el sonido. Sí, al final el sonido acaba off.
La mediana prepara los almuerzos del cole, rellenamos botellas de agua y los guardamos en las mochilas. Bien, 7’20. Cumplimos timming. Se marchan con su padre.
Ahora toca la fiesta. Cojo ropa, pañal, crema, etc…y me lo llevo de la mano a la ducha. Le gusta el contacto con el agua de una manera enfermiza. Se autoestimula y comienza a realizar aleteos y a gritar. Mucho. Y es prácticamente imposible echarle jabón por el cuerpo. El mínimo roce hace que se retuerza y ya llega un momento en el que o te metes dentro o no hay manera de lavarle. Esos minutos son un estrés sin parangón. Os lo aseguro.
Es mucho más cómodo por la noche. Lo duchábamos con tranquilidad y luego por la mañana lo lavábamos con una toalla con jabón. Pero ahora tenemos que hacerlo así y creo que pierdo días de vida cada vez que he de meterlo en la bañera.
Lo visto, le echo su espuma en el pelo para que no parezca una cosa mala (lo odia, odia que le pongan nada en el pelo) y en cuanto lo perfumo sale como alma que lleva el diablo.
Las 7’40.
Corriendo me pongo lo primero que pillo, me recojo el pelo, me calzo, compruebo que he metido el desayuno en su mochila y, como último paso cojo calcetines, zapatillas y toallitas. ¿Para qué? Para repasar los pies, aunque acabo de lavarlo. Compruebo que la perra de 40 kilos, que suelta pelos como es normal, que duerme muchas veces con él, no haya dejado rastros en su ser, lo que es casi misión imposible. Pero hay seres humanos que lo de los pelillos de perro lo llevan regumal y entienden que es la peor muestra anti higiene del universo. No preguntéis.
Vale.
Nos quedan las llaves y la perra.
El móvil, me trae el móvil. Gracias hijo.
Bebe agua, siempre, con la mochila ya puesta, chaqueta, a punto de salir y se empapa…En fin.
Salimos a la calle, llegamos a la ruta a menos diez, en teoría la hora a la que llega.
Y unos diez minutos más tarde ya va camino del colegio que, aunque se supone tiene una jornada hasta las 2, de alguna manera no sé qué pasa con sus horarios que a la una y treinta tres ya lo tengo conmigo…
Total, que saco a la perra, llego a casa, me tomo un café y unas tostadas ya en silencio, por fin. Publico si tenía el borrador de turno semi acabado, sino nada, y me dedico a los menesteres.
Lavadoras, barrer, camas, recoger, plancha…lo normal, solo que con los horarios irracionales estos, he de ponerme a hacer la comida enseguida, ya que a las 13’15 tengo que salir corriendo hacia la parada del mayor, siempre y cuando, no tenga que ir a comprar algo, o hacer alguna gestión de medicamentos, ISFAS por las ayudas a tratamientos, etc…que ya suponen echar un ratito interesante.
Así la mañana se esfuma en un pis pas.
Recojo a Rodri y nos vamos al colegio de sus hermanos que se encuentra a unos 6-7 minutos caminando. Allí nos sentamos en un banquito desde las 13’40 hasta las 14’05 que salen. Sentados es un decir porque le han cambiado el horario de la ruta así, de un día para otro, sin darnos tiempo a prepararlo, sin anticipar y lo lleva fatal. No entiende el cambio, grita y es una odisea calmarlo. La vuelta a casa la pasa gritando por el mismo motivo. Sí, vuelve, pero no por las mismas calles, ni en el mismo orden.
Ni que decir tiene que el regreso es eterno, ya que se tira al suelo y no quiere caminar. Aguantar el tipo sin gritar es un ejercicio de contención que da como resultado un sudor y un estado de nervios nada positivos en mi persona.
NOTA: señores que gestionan rutas de colegios de educación especial: si van a cambiar los horarios por necesidades del servicio NO LO HAGAN de un día para otro. Estos niños no se adaptan fácilmente, necesitan preparar ese cambio de rutina, máxime cuando llevan dos años haciendo todos los días exactamente lo mismo. De nuevo les invito a vivir conmigo una de las maravillosas experiencias que suponen las crisis de un niño con Autismo severo.
Llegamos a casa sobre las 14’45 y no ha entrado aún cuando ya está gritando.
Se le acaba pasando. Mientras sus hermanos comen, reviso el pañal para cambiarlo. Lo mando a la cama a las tres. A veces cuela, a veces no.
Los otros hacen tarea y se cambian porque 4 de cinco días laborables hay extraescolares a las cuatro, y, ya que su hermano tres días a la semana tiene terapias (logopedia, psicóloga, talleres de ocio y deporte, además de lo que trabajamos en casa), me los llevo juntos. En fin, una locura de encaje de bolillos que implican tardes de repartidora para arriba y para abajo.
Meriendas-cenas de unos pronto, cuando aún es de día tras la ducha. El mayor aguanta más. Es, paradójicamente y pese a sus problemas, el que mejores horarios internos tiene. Sus ciclos circadianos son más obedientes. Sobre las ocho aseo y ocho y media cena. Ni que decir tiene que se mete solito en la cama. Ah, sí, otro cambio de pañal con la crema correspondiente. Yo, a esas alturas, ya he perdido la cuenta.
Estos días se repiten en bucle. Sin tiempo para desayunar o comer tranquilos, para asearse en condiciones, para tomarse las cosas con calma. No recuerdo mi último libro. Los posts se escriben en momentos furtivos entre entrenamientos y madrugones, sino han de esperar, de ahí mi menor productividad este año. Pero lo asumimos y aceptamos aunque también nos quejemos. Porque es nuestra vida, porque queremos a nuestros hijos y porque no queda otra. Dependen de nosotros, y no hay ni tenemos más opción que autogestionarnos solos.
Y aun así,  hay una persona que considera que mi marido y yo no estamos haciendo lo suficiente por nuestro hijo.
En fin, que los mal llamados profesionales abundan, qué le vamos a hacer. Mientras tanto, seguiremos con nuestra rutina estresante, que es solo la punta del iceberg de nuestro día a día, agotados, renunciando a nosotros mismos, pero tranquilos al ver crecer a los nuestros como niños felices que son…

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