Me gustaría poder decir que tras el diagnóstico de Rodrigo llené mi casa de manuales, textos para comprender su trastorno. Que su lectura me proporcionó alivio, confianza, seguridad por tener la información que necesitaba. Que establecí vínculos con otras madres de niños con necesidades especiales y que esa relación fue la que me impulsó a mantenerme en pie, porque me sentía comprendida y podía compartir miedos con otras familias que estaban experimentando lo mismo que yo. Me encantaría poder haber tenido una crianza atípica así, pero nada más lejos de mi ideal y mi realidad.

El diagnóstico de Rodrigo jamás llegaría de una forma tan clara, directa, sino más bien a trompicones y a retales, porque aún a día de hoy no tenemos un resultado concreto, sino piezas de un puzzle por completar.

La falta de información, la complejidad de su caso me dificultaban enormemente encontrar esos textos que necesitaba leer imperiosamente. A pesar de buscar y rebuscar por cada manual consultado a lo largo de mis años de estudiante de Psicología, de realizar llamadas a cada uno de mis contactos que se dedicaban a este campo, llegado el momento tampoco sabía qué buscaba exactamente. Porque Rodrigo era todo. Cada desfase en el desarrollo, cada sintomatología estaba presente haciendo imposible la tarea de orientar un posible diagnóstico para poder trabajar, actuar, para saber a qué enfrentarme.

En el momento en el que la epilepsia llegó para quedarse, aún con toda la angustia que eso implicaba, en cierto modo un rayo de esperanza y de alivio asomaron tímidamente. Ahora al menos tenía algo tangible, algo a lo que agarrarme, un punto de partida. Posteriormente llegarían la alteración cognitiva -la discapacidad intelectual que tanto me costó abrazar- y los trastornos sensoriales -al fin podía poner nombre a los gritos inexplicables de Rodrigo cuando escuchaba sacar la compra de las bolsas o porqué rechazaba el contacto con sus manos- . Y hace dos años, aunque llevábamos mucho mucho tiempo asumiendo que vivía con nosotros, adoptamos un diagnóstico de Autismo grado III por fin certero. Así que la información y formación fueron algo gradual que sí sirvieron para ir dando forma y explicando esa crianza completa y desorganizada, pero que sin embargo no lograron mitigar mis miedos, mis dudas, mi soledad a tiempo. Llegaron y ayudaron , pero a nivel emocional ese tren había pasado de largo hacía mucho tiempo y ya no había forma de retroceder. Es más, cada una de las estaciones que habíamos recorrido ya no existían porque habíamos construído sobre sus cimientos una vida como buenamente pudimos.

La lectura de libros de crianza al uso no me ayudaron, nada. Mi maternidad fue compleja desde el minuto uno, desde el postparto, las dificultades en la lactancia con el agarre por las propias dificultades de mi bebé, el sueño, la adquisición de los hitos más básicos del neurodesarrollo…todo era diferente y no sentía que esos manuales hablasen de mí. Pero ni los libros ni los foros ni las páginas web a las que estaba fielmente suscrita desde que el test de embarazo dio postivo.

Nunca me sentí más perdida que en los primeros años de mi primera maternidad.

Me sentía desanimada, me sentía incomprendida. Me sentía excluída socialmente.

En el parque miraba alrededor y no encontraba ese vínculo que necesitaba, esas palabras que ansiaba me reconfortaran. Porque no había en mi entorno otra madre como yo. Tampoco en la consulta del pediatra, ni en la escuela infantil.

Las pocas veces que quedamos a comer con amigos, o compañeros de trabajo (muy escasas), me sentía en una realidad alternativa cuando veía a las madres compartir anécdotas sobre sus maternidades y consejos y como esto de algún modo las conectaba aunque algunas no se conocieran de nada. Me parecía casi arte de magia observar cómo atendían a sus hijos y cómo se comportaban estos, incluso en los comportamientos más esperables de un bebé o niños pequeños: En esos llantos, rabietas en apariencia inexplicables, había cierta predictibilidad y cierto control por parte de los padres. Con Rodrigo para nosotros todo era errático y cada segundo nos encontrábamos pendientes de un hilo porque no sabíamos qué iba a pasar. Y aunque nunca jamás nadie me miró mal, me hizo ningún comentario, sino todo lo contrario, yo me sentía una extraña. Una auténtica outsider.

Con el tiempo dejé de sentirme esa extraña para aprender que mi vida era única y era mía. Me borré de cada newsletter de blogs, webs, foros de maternidad que nada me habían aportado. También de aquellos que me habían infundado esperanzas y me habían hecho creer que mi hijo iba a lograr lo que se propusiera con tal y cual terapia, porque nosotros también fuimos una familia confiada y obviamente carne de cañón para pseudoterapias.

El tener a mis otros hijos fue un soplo de aire fresco, aún con el cansancio que eso implicaba. No había ni un segundo que perder para trabajar con Rodrigo todo, porque eso fue lo que decidimos, trabajar todas las áreas sin un método concreto. Teníamos que darlo todo por él mientras dábamos aún más por sus hermanos.

Y nos recompusimos. Entramos en una especie de «calma chicha«, que en términos marítimos se refiere a ese mar cuando no hay olas y hay ausencia de viento. Ni negro ni blanco. Ni frío ni calor. Quietud y a la espera, porque sabíamos con certeza que en cualquier momento podía llegar la tempestad de mil maneras. ¿Felices? Probablemente, ya que para mí la felicidad es un estado de ánimo, es transitorio, viene y va. Que no es sinónimo de vivir el resto del tiempo rodeados de tristeza. Ni de lejos.  Pasamos de vivir intensamente entre emociones intensas y descontroladas a aceptar que la vida era una sucesión de estados. Y todo fue mejor.

El hablar de todo lo que había vivido dejó de resultar complicado y de doler. Cada vez me resultaba más fácil explicar lo inexplicable, de modo sencillo, y cada vez iba siendo consciente de la falta de información y de lo poco visible que era la diversidad, algo que para mí era lo común.

Comenzar a compartir esas reflexiones en un blog y en redes sociales fueron casi una revelación. Pasé de unas líneas asépticas, a abrirme y lanzarme cada vez más hasta que un día paré y me dije «¿qué habría necesitado yo conocer, saber?»

Con cada post fui desvelando partes de esa crianza y vivencias atípicas que no había revelado a nadie. Hubo muchas lágrimas, muchísimas. Pudor. Dudas.  Pero todo eso se disipaba y cobraba sentido cuando leía las reacciones de otros que cada día se multiplicaban.

Y mientras me avergonzaban las palabras de cariño recibidas, porque no sentía que estuviese haciendo nada fuera de lo extraordinario, fui experimentando algo que llevaba buscando desde siempre, la pertenencia, ese vínculo con otras madres diversas. Así, ese feedback que me llenaba de alegría y serenidad por poder compartir y sentirme comprendida me infundaba ánimos para seguir.

He cambiado a lo largo de estos 11 años de maternidad. No soy ni de lejos la mujer que era antes de que naciera Rodrigo y no solo por ser madre, sino porque su discapacidad me ha cambiado, y para bien. Pero también me ha cambiado la conunidad virtual, el tener esas redes de apoyo recíproco.

Me permito reírme de mi vida, y enfadarme, y llorar, y anhelar, y sentirme pequeña, y vulnerable. Pero sobre todo he logrado dar gracias por cada día y cada experiencia.

He entendido que no soy una madre diferente, sino una madre más. A la que no dejan dormir, a la que despiertan por un vaso de agua, que se preocupa cuando sus hijos enferman, que vive con desmesurada alegría cada logro mayor o menor de cada uno de sus tres hijos, que sobretodo espera que sean felices y buenas personas.

Cada vez que una madre o un padre que convive con la diversidad da el paso de abrir su vida en redes, de naturalizar lo que es diferente, de visibilizar una realidad extraña o poco frecuente, de dejar ver que los arcos iris en sus vidas pueden materializarse en la más diminuta de las nubes, para otros imperceptibles, me siento inmensamente feliz. Y es que sé lo que supone, sé lo que es para otras familias el encontrar ese espacio de encuentro con el que sentirse identificados, comprendidos, menos solos.

Creo firmemente en que cada uno de nosotros tiene una misión en este mundo. Tenemos en nuestras manos algún modo de contribuir, y no hay que desaprovecharlo ni dejarse vencer por miedos, vergüenza, cansancio… En el mundo 2.0 tenemos una oportunidad que hace años no existía: la de llegar donde jamás creímos.

Desde mi ventana escucho las risas de Rodrigo jugando en su piscina hinchable, a Alejandro pelearse con un videojuego y me imagino a mi hija Aitana en su campamento entregada y contenta. Este momento es la felicidad de las pequeñas cosas. En ella no hay diversidad, ni diferencias. Cada uno a su modo, con sus capacidades, me alimentan el alma y hoy es otro de esos días en los que a unas horas de retirarme a dormir, de nuevo puedo dar las gracias.