Mi tres está en ese punto entre «No me da la gana» y «Hago lo que me sale de los cataplines», todo esto mientras yo voy por la casa como un megáfono desquiciado. Esta mañana sin ir más lejos.
   Y el caso es que no debería pillarme de nuevas, porque los tres, hasta mi siete tienen la cabeza del tamaño de una sandía gigante, metafóricamente hablando (bueno en el caso de la de cinco y pico también no tan metafórico, que no le entran los jerseis a la pobre).
  Porque el mayor, a pesar de todas sus limitaciones, que no son pocas, esa cabezonería genética la lleva hasta los límites, lo que ocurre es que él, que es tan grande, lo ha convertido en rutinas -maniáticas, rígidas e inflexibles- pero rutinas al fin y al cabo, lo que no acaba de ser del todo malo, ya que el tío funciona de maravilla siempre que se cumplan. Ahora bien, dile que se lave los dientes después de las manos y me río yo de Troya. 
   La de cinco y pico tuvo sus momentos estelares también, no creas, con esos pulsos de poder que casi siempre ganaba, aunque ella no lo supiera. Afortunadamente la cosa no llegó a mayores y se ha quedado en ratillos en mi pensamiento bastante apalizables.
   Pero el de tres, el de tres, no sólo ha tenido este brote cabezonil de manera precoz -nació así- es que mucho me temo que, aún con bigotillo y con mujer visitándonos en navidades, va a seguir siendo tan así, por no poner un calificativo del que luego me arrepienta.
   Da igual lo que le pidas. Siempre es lo mismo «Venga, a recoger los juguetes»…»un momentito, es que…», «espera que…», «ay mamá, que no digo eso», «ay mami, que no puedo, ¿es que no me oyes?», y todos los pucheros, caras y lágrimas de cocodrilo imaginables. Porque él no grita, noooooo, él utiliza una estrategia más lastimera y de despiste, en plan «me escondo, me hago el sordo y tal y tal».
   No han sido pocas las veces que me ha mirado desde su escaso metro de altura y me soltado un «pues recógelo tú que eres la mamá y me enseñas», o un «yo no puedo solitoooooo» con una cara de penita cachorril.
   Niño, tú lo que tienes es un morro que te lo pisas. Y punto.
   Así estamos, todos los días repitiendo la operación #hazmecasodeunavezotevasaenterar hasta que, o bien se nos echa la hora del colegio encima, o se duerme de puro agotamiento berrinchil. No hay más.
  De la Psicología inversa hablaré en otro momento y otro lugar (¿intriga?), que en el caso de la comida funciona, pero en cuanto a ordenar…
   Que le digo que tiro los juguetes, con suerte, tras el susto, me recoge uno u dos, pero claro, ya a la tercera me ha pillado el tranquillo y este, que es listo a dolor ya no se cree nada de esta mami desesperada.
   Cuando me ve realmente enfadada, a lo orco, se me acerca, lentamente, se me agarra de una mano, o pierna, cualquier extremidad es válida y comienza a darme besitos «Tú eres mía mami, muac muac muac»
   Claro, si le estás regañando soltando espumarajos por la boca y te estás partiendo la caja de risa la credibilidad la tienes a menos mil.
   Y así vamos, día tras día, con esta lucha de poder. 
   De verdad, que yo ese 22 de diciembre de 2011 no pedía el gordo de la lotería, que con que su nivel de cabezonería hubiese sido más pequeño me hubiese valido igual.
  No me espera nada en la preadolescencia… Luego que nadie me juzgue si lo interno hasta los 26. Avisados estáis.

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