Parecía que no iba a llegar nunca el día. La relatividad del tiempo la he constatado más que nunca, con semanas y meses eternos, con jornadas que parecían de 36 horas, con manecillas del reloj que no avanzaban.

Ocho meses en los que la vida ha seguido su curso, porque aunque un miembro de la pareja se ausente, esta sigue, no se paraliza. En los que tres niños de 7, 10 y 11 años han seguido creciendo. En los que un pequeño con discapacidad severa ha ido acentuando sintomatología, presentando necesidades nuevas, y tienes que afrontarlo sin el apoyo de tu pareja.

Hay una rutina diaria de comidas, aseo, tiempo de ocio con ellos, tareas del hogar…

Deberes, exámenes, material de última hora para un trabajo, excursiones, tutorías, cumpleaños, reuniones de aula…

Medicaciones, revisiones multiplicadas por tres, pruebas, urgencias y más urgencias.

Trabajo perfectamente organizado con agenda preparada y horario establecido, porque tú eres así.

Madres que enferman porque los adultos también lo hacemos.

Al principio todo está perfectamente calculado, con planificación por toda la casa, tratando de mantener cierta rutina y cierto orden en una vida que de por sí ya es caótica. Pero conforme se suceden los meses aumenta el cansancio, físico y emocional, y fallan las fuerzas.

La rutina de comidas se convierte en improvisación, siempre hay prisas en el aseo, el tiempo de ocio colectivo se reduce y casi se ve forzado, las tareas del hogar se transforman en la mínima expresión.

Llegas tarde para los trabajos del colegio, debes cambiar fechas de tutorías, no puedes asistir a reuniones de aula porque, entre otras cosas, no puedes estar en dos sitios a la vez.

Te ves un domingo buscando farmacias de guardia porque se te ha olvidado reponer el antiepiléptico, desarrollas un sentido arácnido para detectar qué puede o no puede ser una urgencia médica porque según la hora que sea no puedes presentarte en el hospital con los tres, algo que ya has tenido que afrontar y de ningún modo quieres volver a repetir.

Enfermas, hay días que no puedes dar un paso y aún así tienes que seguir, sin saber cómo, tragándote las lágrimas a golpe de ibuprofeno o antibiótico, como se tercie.

Dejas de cumplir tu horario, no sacas lo que quieres, y lo que debes lo haces siempre a última hora, hasta que acabas aparcando lo laboral y tus proyectos en un rincón de manera temporal.

Días en los que tu hija te dice que te has quedado dormida sin darte cuenta y son las 7 de la tarde.

Y aún así cada día, CADA DÍA, te levantas pensando que va a ser un nuevo día, que vas a dar lo mejor de tí y que ya es un día menos.

Altibajos, muchos, hasta que al final se levanta un muro que repele todo lo negativo y sin darte cuenta te has acostumbrado a la vida con cuatro, consiguiendo lo imposible.

Durante estos ocho meses sin duda lo peor no ha sido la carga -mental y física-, ni afrontar el día a día especialmente con la complejidad que implica tener un niño como Rodrigo, ni tener que lidiar cada día con los cambios de humor del pequeño que en casi un año no ha llegado a adaptarse ni al colegio ni a la nueva vida aquí, sin duda el que más ha sufrido de todos.

Lo peor ha sido la soledad.

No la soledad en las cosas cotidianas, porque afortunadamente sé organizarme y al final la experiencia me ha ayudado a entender que uno lo hace lo mejor que puede y sabe según las circunstancias y que todo pasa, expresión muy manida pero que es una verdad universal. Para bien o para mal.

La soledad emocional.

Aferrarme al humor ha sido un mecanismo de defensa impagable, rodearme de distracciones en formato de libros o series que me arranquen una sonrisa me han ayudado a mantener la cordura.

Y luego ha estado esa gente al otro lado del WIFI.

Mucho se habla de las redes sociales, del riesgo de sustituir las relaciones e interacciones humanas 1.0 por relaciones que al final son ficticias, no son reales. Nada más lejos de la realidad.

Siempre digo que gracias al blog no sucumbí a una depresión hace cuatro años y medio. Ahora confirmo que gracias a las rrss he sobrellevado estos meses sin caer en la desesperación.

Encontrarse todos los días con un saludo, con un ¿cómo estás?, hablar de lo trascendente y lo intrascendente, comprender sin juzgar, apoyar en lo más sencillo.

Sentirse parte de algo y sentirse reconfortada porque en momentos de bajón siempre ha habido alguien al otro lado. Siempre.

Nunca serán conscientes del apoyo que sin saber me han prestado, ni de lo que me han ayudado a mantener la cabeza en sitio.

Gracias a tí rubia, por estar cada día, CADA DÍA, antes de que salga el sol, presente en mis mensajes, entendiendo mis bajones de ánimo, mis enfados, haciéndome reír, siendo partícipe de mis desvaríos, mañana y tarde, siendo mi confidente, recordándome quién soy, dándome valor…porque ha sido y es importante.

Y a tí morena, a pesar de la gran cantidad de kilómetros que nos separan. Compartiendo preocupaciones, con tantas cosas que nos diferencian pero tantas otras que nos unen, siempre a un toque, siempre alerta, siempre ahí.

Ahora ya estamos los cinco juntos. Adaptándonos porque aunque estábamos deseando de que llegara este momento creedme cuando os digo que no es fácil. La sensación de temporalidad está ahí, planeando sobre nuestras cabezas.

Pero no tenemos prisa, porque esta vez sí que sí.

Mientras, recupero fuerzas, energía, y trato de completar ese trozo de mí que faltaba.

Así que GRACIAS a esa familia con la que no comparto sangre pero que sin duda me han enseñado lo mejor del ser humano.