¿Cómo puede pasar una de estar deseando que llegue este día -el mejor del mundo mundial- durante los 364 restantes del año, y no ver el momento de que acabe, acabe y acabe de una vez por todas?
   Fáciiiiil…comiéndose medio kilo de roscón relleno de trufa a dolor, sin piedad ni contención ninguna.
   Aquí estoy, tirada cual barrilete en el sofá, con mi camiseta #nosoysuperwoman  nueva, sin poder ni pestañear mientras mi progenie y mi costilla roncan tan agustito. Mea culpa, la gula me puede (anotación, propósito #1  para este año: mesura, Dios mío, mesura)
   Pero bueno, haciendo recuento de estos días, no me puedo quejar, bueno sí, mucho, por focaza, pero sarna con gusto ya se sabe.
   Ya sólo el día de ayer mereció la pena. Aunque despertarles de la siesta para ir a la cabalgata fue poco menos que tratar de reanimar a un oso en hibernación, ver sus caras no tuvo precio.
   Es verdad que hubo un momentillo de tensión ya que aquí la presente juraba y perjuraba que la cabalgata comenzaba a las seis y media, con lo que se respiraba un aire de relax bastante majete. Cuando mi costilla me insistió en ver el recorrido por cuarta vez y comprobé que era a las seis, faltaban manos para coger guantes, gorros, bufandas y niños, por ese orden, aunque afortunadamente ésta comenzó con retraso y pudimos disfrutarla en toda su plenitud.
   Benditas cabalgatas de barrio, porque tras casi haber dejado a mis hijos huérfanos de madre hace dos años, no vuelvo a la del centro de Madrid ni con un litro de Mistela a mis espaldas, no señor, con lo bien que se ve por la tele, déjate tú.
   Pues ahí estábamos en primera fila, bueno en segunda, pero a base de meter a los niños entre las piernas de las señoras y gritar «estoy aquí cariño, no te asustes que mami está detrás», conseguimos hacernos con esa ansiada posición, mal que le pese a algunas. Sí, te digo a tí, la que me pisaba los caramelos del niño como quien no quiere la cosa.
   La de cinco y pico disfrutó a lo grande, cogiendo caramelos (la primera vez), saludando a las carrozas, y sobre todo cuando vio a sus Majestades llegar. ¡Qué carita por favor!, se me saltaban los lagrimones. Ahí la tenías, buscando en la carroza de los regalos el que llevaba su nombre, o alucinada con la estrella brillante brillante…
   El de siete estuvo bastante tranquilo y atento, lo que es digno de admirar dadas las circunstancias. Este campeón me da a mí que va a tener un año estupendo, porque cada día da un pasito más. Bien por tí.
   El de tres recogía caramelos y saludaba al Rey León. Punto. No preguntéis.
   La primera vez se quedó observando, como pensando qué demonios caía al suelo y qué había que hacer. Cuando ya se percató no hubo quien le parara. A los treinta segundos estaba en medio de la carretera a punto de ser aplastado por la carroza Scout (manda narices), mientras yo como loca salía detrás en plan madre coraje. El pobre le puso mucho empeño, pero le faltaron reflejos y manos, eso y que la de al lado los cogía todos sin piedad, la de al lado que tendría los treinta y pico largos y mal llevados, por cierto.
   Menos mal que ahí estaba el padre amoroso que iba cazando al vuelo y se los tiraba a los pies para reforzar la autoestima de la criatura. Qué bonito.
   Con la emoción en el cuerpo seguimos en casa con la de Madrid, mientras se limpiaron zapatos, se prepararon los presentes para SSMM y sus camellos, y todo el mundo a dormir.
   Esta mañana la de cinco y pico ha conseguido que todos nos levantemos a base de suspiros, viajes de una habitación a otra, de «¿estás durmiendo?» a su hermano pequeño (ya no, hermana, ya no), y una verborrea incesante de madrugada «estoy algo nerviosilla, pero sólo algo».
   Y la locura. Todo lleno de papel de periódico (somos muy prácticos) y gritos.
   Nunca me cansaré de estas mañanas, aunque después de estar casi tres horas viendo como la niña montaba la pastelería de Lego friends un poquito hasta los mismísimos sí estaba, sí.
   Me queda toda una tarde de diversión entre Elsas, Godzillas, futbolines, patines y cómo no, Frozen a petición popular.
   Estoy por engullir los 300 gramos que quedan de roscón y ya de perdidos al río, que es una vez al año.
   He de reconocerlo, me emocionan estas fiestas, y eso de que se vuelve a ser un niño es una verdad como un templo, sin complejos.
   Y vosotros, ¿cómo os habéis portado?